Dos mundos, dos vidas, dos generaciones. Kim ki duk y Fernando Pérez.
Una península vertical partida en dos entre montañas de calor y frío. Un archipiélago horizontal donde sólo la brisa del mar es posible.
Kim de los sesenta agitados de rebeldía. Desde latitudes rurales y obreras llegó a la pintura, por eso la fotografía, y es que no puede haber imagen sin un trazo de acrílico, por decir algo, podría ser acuarela. Por eso cada espacio de tiempo se vuelve retoño, en aquella estación brilló la esperanza aunque no triunfó nada y sí. Evidentemente lo que recogió fueron los noventas caóticos que llenaron los ojos de incertidumbres y las mentes fueron zozobrando. Pero el espíritu desobediente de los astros de la mitad del siglo le dio anhelos para transmitir.
Fernando, nació un poco antes, no tanto que no se pueda recordar, pero suficiente para que todavía creciera entre gominas y cerradas formas. Le tocó participar-hacer las revoluciones viriles, aunque transitando asumió la propuesta del cambio mediante una crítica llena de tensión tediosa amorosa, ¿se entenderá? Parece no mover la vida, pero lleva en sí toda una intangible agitación.
Bin-jig nos trae una estética delicada, atravesada por la soledad, el no pertenecer. El amor transversaliza y acaba invadiendo toda la narrativa, dejando el sabor esperanzador, cuando amas todo es posible, un lugar común.
Tae-suk es el amor invisible, flota en el aire, pervive imaginariamente en sí y en sus fotografías con su eterna sonrisa, misteriosa y cínica, pero el cinismo no va con el amor, por eso diría que es astuta. Sun-hwa es el amor que hiere, la resignación del silencio, de pronto un grito de dolor. Mujer de porcelana que renuncia a ser y se deja llevar por el destino mediante una resistencia fundada en ese amor o quizás no, en su desamor.
Quise a Tae-suk. Poder amar en el etéreo, estar a tu lado mientras duermes, escuchar tu aliento, absorber tu olor, percibir tu rostro calmo, velar por tus fantasmas para hablarles de que existe eso que se llama amor. Sí, existe. Y que no me veas, quizás me divisas como aquel estar sin quedarse, tener sin pertenecer. Sólo sería el verso sutil de tu mirada, el que pasa y no permanece.
Suite Habana es la ensoñación del hacer mediante el dolor. Una ciudad amanece, transcurre y anochece sin risas, aun cuando la risa es parte de esa mujer, la Habana. Historias sin historiadores, heroicidad sin virilidad, sufrir divagando en la vida cotidiana de comunes. Alguien cuida las gafas de Lennon en un parque, frente a él, se buscan respuestas en su mirada cubierta.
Desde Francisquito con 10 años, Iván, Norma, Waldo, Julio, Heriberto, Raquel, Jorge Luis, Juan Carlos, Amanda, Francisco, Ernesto hasta Natividad de 97 años, sueñan o no a cambiar algo o nada.
Paredes descascaradas, el café de la mañana, la soledad de la espera, sábanas blancas colgadas en los balcones –lugar común que no puede faltar porque es-, un grito de llamado a voz en cuello, el sepelio atado desde manos trabajadas, poner unas flores marchitas en aquella tumba gris, una carta de amor, otra de despedida, la salida, salirse de la isla –otro lugar común- y no saber del regreso, la televisión transmitiendo banderas autómatas, la mirada perdida, la desesperanza, una pitonisa de cartas-changó-santos, el sincretismo, el tedio cotidiano, y la ternura de una flor en la mirada de un niño, el único que ríe, puede reír, la vida es simple, es una flor, un beso, una canción, no hay futuro, sólo alegría de crecer en la inocencia de ser.
Cae la tarde, regresar a casa, preparar la noche o el nuevo día, en la resignación o con cierta nostalgia. Comida, brindar con agua natural el poder vivir, mirar la luna juntos desde la azotea porque no hay terrazas, todas han caído. Bailar, tocar el saxo, travestirse y cantar como mujer en el cuerpo del hombre que no fue, ya no, ser payaso-actor, pintar, el cigarro que se vuelve naranja en la noche oscura, el mar, siempre el mar. En la Habana todo empieza y termina en el mar, no hay opción.
Soñar, desde el dormir, soñar en llegar a las alturas, en cuidarte, en tener salud, en vivir estando muerto, en actuar en un gran escenario, viajar el mundo y regresar, siempre regresar, ser músico en la gran orquesta, ser actor, en tener cada noche un traje nuevo para bailar elegantemente, en ser el mejor bailarín, o no soñar nada, ya no tener sueños.
Suite Habana es todo esto y más. Es la dialéctica entre la escasez y la crítica, entre la sabiduría y el no tener, entre el amor y la desesperanza, entre los sueños y el desaliento.
Amo esa Habana profunda, esas mujeres y hombres cotidianos, esa tensión que cada vez que la toco hace que la contradicción sea yo misma. Amo cada paso, cada sol que quema, el mar calmo y fiero, los edificios corroídos, la gente que sueña con no estar y no puede irse porque se pertenecen. Amo esa génesis en la cercanía odiando ese no estar en la distancia.
Desde dos mundos diferentes, la estética del silencio, la resignación y un amor inconmensurable por la belleza y la desolación es lo que me lleva a unir a Kim y a Fernando. Quizás para los doctos es un sacrilegio la comparación. Pero yo sólo veía a Tae y pensaba en la suite de esta mujer que me colma, La Habana.
Y Lennon me mira de repente, a través de sus gafas custodiadas, me dice que él ya no puede irse tampoco, que ama ser bronce entre pájaros libres, que los observa a todos y todos lo observan y se deleita, se deleita ante tanta mágica realidad frustrada. Me pregunta, dónde has estado en estos tiempos, qué te acongoja, porque no has pasado a contarme historias, que supo que estuve en la loza de su muerte….me atormenta. Y sólo atino a decirle desde mis ojos estancados que vivo en la distancia, que creo en las utopías aún, que incluso a veces, lucho por ellas, que llevo la isla tatuada en el alma, pero que además, últimamente, sólo pienso en tí porque ando perdida en el laberinto de tus ojos.