Wanda y Elena en la pérdida del morir.
I. Wanda
Wanda era judía, polaca y jueza. Dice que de joven se fue a luchar contra el fascismo, a hacer la revolución, llegó al poder y juzgó a sus verdugos, se hizo famosa, le decían la roja.
Le gustaban los hombres, el cigarro y el alcohol, sin importarle el límite. Tomar, fumar y templar era la vida, quizás dios esté en alguna parte, quizás descubras que no existe, comentó con seriedad, sin risas, nunca hubo risas.
La roja, llevaba en su vida la carga de la pérdida, la pérdida de morir. Había escogido la lucha como aventura, el escape de vivir. Dejó a su hijo pequeño junto a su hermana, Rosa, en aquél pueblo polaco donde habían crecido y que llegó a ser asediado por nazis. Estuvieron en el bosque, escondidos, juntos, hasta que el miedo, ese que encadena dolor y muerte, los envolvió a todos. La familia que los alimentaba y escondía los mató. Sólo quedó Ida, la hija de Rosa, la sobrina de Wanda, la que llevarían a un convento porque era pequeña, pelirroja, no se sabría que era judía, y se hizo monja, católica, pero era judía. Eso lo supo después, cuándo creció y viajó a conocer a aquella tía perdida, años después.
Wanda había mandado a matar desde el estrado, venganza por dolor, la pérdida de morir. No conoció a su hijo, apenas estuvo con él, dio a luz, se lo entregó a su hermana y salió corriendo a la contingencia del sentir. Pero era moreno, estaba circuncidado, lo reconocerían, tuvo que morir. Encontró sus restos, acarició los pequeños huesos, los envolvió y con sus guantes de piel, rasgó la tierra, los enterró en un lúgubre panteón familiar, sin nadie, sin nada, sólo sus manos. El sentido del dolor le hizo cobrar esas vidas con la de ella, había templado toda la noche con el del bar, siempre hay alguien en el bar para templar. Se levantó, tomó un baño como cuando haces el amor en la inercia del no placer. Desayunó, escuchaba a Coltrane, daba vueltas, fumaba, tomó un trago, de pronto recordé a Elena, similar historia, la pérdida de morir, era lo último que haría, sin pensarlo, se lanzó desde la ventana, voló, voló desde allí y reencontró la muerte.
II. Elena
Elena era atea, chilena y periodista. Dice que de joven se fue a luchar por la democracia popular de Allende con la pluma, desde la voz a la máquina de escribir. Le gustaban los hombres, el cigarro y el alcohol, sin importarle el límite. Aunque algún día la vi reír, tomar y fumar era el escape del dolor, de la pérdida de morir.
Lo conoció a él en el arte de la escritura rápida, lo esperó, le dijo, aquí ando esperándote desde hace años, unidos, se fueron a Santiago, a escribir de la lucha popular. Su primer hijo, apenas de unos meses, dicen que cayó de un balcón de un décimo piso, apenas empezaba a caminar, pero no como aquella cinta anticristo de Von Triers, mágico, son tierras de lo real maravilloso, se le cayó a la abuela, del balcón, se durmió mientras lo dormía, cayó, cayó, cayó porque no sabía volar.
Nació Michelle para sustituir el dolor, inquebrantable. Él andaba por todos lados reportando el mundo, venía, salía, volvía, pero llegó aquel septiembre fatídico que los separó. Ella terminó en esa isla del límite, donde desde lo alto puedes ver el mar, pero sabes que no puedes ir más allá. Me gustaba su balcón de más de veinte pisos, dónde se podía oler el mar, y casi atrapar con la extensión de brazos, porque era muy alto, muy alto, y el resplandor me cegaba si era mañana y si era tarde me adormecía. Y miraba hacia abajo, y era muy lejos, temía, recordaba cuentos, temía.
Michelle era retraída, iba a la escuela de la isla, pero hablaba como chilena, pelo largo castaño luminoso, le llegaba a la mitad de la espalda, siempre recogido, hacia atrás, sencillo, sin glamour, pero bello, y yo moría por aquel pelo desde mis rizos que cada vez se encogían más y no crecían, nunca crecían. Sus ojos grandes, negros, profundos, con ojeras azuladas, ¿de dolor?, delgada, suave, callada, creo que me daba temor porque era mayor y misteriosa, por lo del silencio. Yo, tan acostumbrada a reír, andar, mover, rehacer, y ella en calma, pura calma, así en esa contradicción recuerdo el juego mutuo, en casa, un segundo piso, el mar muy cerca, pero no lo podías abarcar, demasiado cerca. Yo intranquila, ella calma, no había expresión, y yo temía ante el misterio de la incertidumbre de mi par.
Un día mi madre me dijo que Michelle ya no estaba, después supe que también se fue por el balcón, a volar, por el dolor, el dolor de no ser, de no tener identidad, de ser introvertida en una isla de extrovertidos, y saltó, saltó sin más, en el amanecer. ¿Tendrías doce, trece años?, oh¡ cuánto dolor con valor.
Y Elena se sumergió en el bar, encontró allí a su nuevo hombre, que la protegió, la mimó, incluso recuerdo la boda, sencilla, amorosa, de ojos rojos, hasta bailé, recuerdo que bailé, y quería asomarme al balcón pero ya no se podía, estaba cerrado, sellado con dolor.
Y fumó, y bebió, y siguió reportando el mundo desde una isla a la cual había llegado para no salir, en el borde del límite sin límite. Llegar un día y no saber que será, que el amado te deje a su madre, a tu hija pequeña y te diga, espérame, regreso. Y ella en espera, sin la movilidad de la tierra extensa, viniendo de la plenitud de la tierra sin fin, sin saber de él, sin más. Todos los días, bajaba, caminaba un par de cuadras, leía el mundo mediante télex, escribía, luchaba la vida roja de la isla, veía crecer a Michelle, recordaba a su hijo aplastado por la gravedad en el frío santiaguero, y no sabía nada de él, nada, y no podía saber.
Michelle respiró ese límite, ese no poder y voló, voló sin más, sin avisar, con sus ojeras azules grises, profundas, dentro de sus negros ojos, tan blanca, su pelo tan largo, se cubría de ropa tejida típica del sur, no del trópico caliente, la heredé y ahora mismo quisiera tener, pero ya no.
Elena no saltó de la ventana como Wanda. Se ahogó entre repiqueteos de máquinas de escribir y enterramientos, dos hijos, su suegra y él no apareció.
Ya adolescente, en años convulsos y de escaseces brutales nos vimos en la calle, iba hacia mi casa, siempre nos visitaba y traía algo de regalo, a lo mejor algo de Michelle. Con el dulzor de su voz, todavía con deje, me preguntó qué hacía, eran tiempos convulsos y dormíamos en la escalinata de la universidad, durante varias noches, entre guitarras y alcoholes, entre risas, sin pensar lo peor. Me tomó el rostro, cuídate, ten cuidado. No había advertido yo que podría haber peligro alguno, para mí todo era un azar caprichoso de la época, pero reaccioné con seriedad y le dije, no te preocupes, no pasa nada, como protegiéndola de otro vuelo, de otro dolor.
Ella venía de la dictadura, ya las dictaduras no existen pensé, había tenido que salir corriendo de la oficina de prensa, dónde trabajaba, aquel fatídico septiembre, donde comenzó a perder todo. Y yo veía todo como el azar.
Murió, un día, después de meses enferma, ahogada en tristeza reventó de dolor por dentro. La fui a ver, le acaricié el rostro, la besé, mi madre la cuidaba, la mimaba, lo que podía, la quería tanto, lo sentía tanto. Y lloré, lloré el día que se fue, estuve un rato viéndola en el ataúd, su rostro delgado, enfermo, tranquilo de la paz de la muerte, al fin, la paz. Conocí a Wanda ayer, y justo al volar, recordé a Elena, tan distantes, tan perdidas en el tiempo, pero tan eternas en el dolor de la muerte.
III. Hoy
México hoy. No soy trotamundos, ya son doce años acá. Dicen que hay ochenta mil perdidos en la muerte y veinticinco mil desaparecidos, perdidos del no saber. Hoy incluso hay cuarenta y tres muchachos como Michelle, que no están, pero no querían volar, no se querían ir, no se sabe a dónde fueron, se los llevaron vivos, y nadie los regresa. Dicen que los quemaron, los hicieron polvo, los echaron al agua, eso dicen, pero ellos no querían volar, ni saltar, ni morir. Entonces hay ciento cinco mil cuarenta y tres perdidos por la muerte, y quizás muchas Elenas y Wandas ahogadas entre el sufrir y el vivir.
He llorado mucho por pérdidas mínimas, entre amores anhelados y logros truncados.
Miro hacia atrás, mi mayor llanto ha sido el dolor del amor. Oh¡ cuánto egoísmo¡
El mundo muere, llora la pérdida de los que no se sabe dónde están, raptados por la realidad esquizoide, y no atino más que a velar, velar por un dolor que no se contiene, que pienso mínimo frente al sufrimiento en sí. Y surge un grito de una vez en forma de pregunta.
¿Qué sabemos del dolor de la muerte, si sólo hemos llorado por amor?
Los vuelos. Matanzas, Cuba, verano 2011.